Tuesday, May 15, 2012

De problemas y tempestades

Quizá las preguntas más difíciles de contestar son las relacionadas con el sufrimiento y las dificultades en la vida. En ocasiones nuestra vida se complica, surgen problemas y situaciones que aparentemente no tienen solución. Esto nos produce inseguridad, dolor, dudas y sufrimiento en sus diversas formas. A veces incluso podemos llegar a preguntarnos “¿qué estoy haciendo mal para que esto me suceda?”.

En algunos casos quizá sí estamos haciendo algo mal. Y habremos hecho bien en preguntarnos y en buscar cambiar aquello que debamos para vivir mejor. Pero también puede suceder no estemos haciendo algo mal en relación a los sufrimientos que llegan a nuestra vida.

Algo así pasó a los discípulos de Jesús. Él se acercó a ellos a la orilla de lago y les pidió cruzar al otro lado del lago. Subieron todos a una barca, empezaron a navegar y Jesús se durmió mientras avanzaban. De pronto el tiempo cambió y se desató una gran tormenta. Los discípulos hacían todo lo posible pero la barca se llenaba de agua por las olas grandes y parecía que iban a zozobrar. Jesús seguía tranquilamente durmiendo. Asustados los discípulos decidieron despertar a Jesús: «¡Maestro!, ¿No te importa que perezcamos?». Jesús despertándose calmó los vientos y las aguas y les preguntó «¿Dónde está vuestra fe?».

Usualmente este pasaje llama nuestra atención por el poder de Jesús sobre las fuerzas de la naturaleza, por su aplicación a las tormentas que aparecen en nuestra vida o por el llamado de atención de Jesús ante la poca fe de los discípulos. Pero quisiera resaltar algo que puede pasar desapercibido: ellos se encontraron en esa situación de miedo, de problemas y tormentas por haber hecho caso a Jesús quien les había pedido: «pasemos al otro lado del lago» (Lc 8, 22). Si hubieran seguido en lo que estaban haciendo en tierra quizá no hubiera pasado nada.

Seguir a Jesús por el camino que Él nos invita a recorrer es siempre la mejor opción (ver este artículo). Sin embargo, este camino no está exento de dificultades. En primer lugar porque la vida misma no lo está, y la vida cristiana es ante todo vida. En segundo lugar, porque al seguir a Jesucristo en nuestro tiempo se va contracorriente en muchas cosas del mundo. Y, finalmente, porque hay problemas que caen en el marco del misterio inalcanzable del mal, que no llegamos a comprender.

Volvamos al pasaje y veamos por un lado a los discípulos y por otro a Jesús. Los discípulos hicieron todo lo que pudieron: remaron y lucharon contra la tormenta. Cuando la situación iba más allá de sus fuerzas acudieron a Jesús. Hicieron lo correcto: estaban con Jesús en su barca, haciendo lo que Él les había pedido, pusieron todo de su parte y acudieron con fe y confianza en una situación de dificultad.

Jesús, por su parte, confiaba en sus discípulos. Tanto así que dormía tranquilamente sabiendo que ellos eran perfectamente capaces de llevarlo a la otra orilla del lago. Seguía durmiendo aún cuando ya la barca se movía y llenaba de agua. Su presencia serena en la barca era una seguridad permanente en circunstancias normales y quizá levemente difíciles. Pero cuando la dificultad aumenta y los discípulos acuden a Él como para despertarlo el Señor no negocia su ayuda, no la demora y no escatima en ella. No responde dando sólo un poquito de serenidad: calmó por completo una gran tormenta y se serenaron las aguas y los vientos.

Finalmente Jesús alienta a sus amigos a una fe aún mayor: «¿Por qué están acobardados, hombres de poca fe?» (Mt 8,26). Si ellos estaban cumpliendo con su pedido, si Él estaba también con ellos en la barca, ¿por qué tener miedo? Veo en estas palabras de Jesús una invitación a la experiencia de una serenidad permanente aún en medio de las tormentas y dificultades. Si sinceramente buscamos cumplir con el plan de Dios, si sabemos que contamos con Su presencia en nuestra vida y buscamos abrirnos más a ella en toda circunstancia, atravesaremos con serenidad interior las dificultades más grandes que escapan a nuestro control. Él navega con nosotros en la barca de nuestra vida.

Pero como los buenos discípulos, quienes también iban creciendo en su fe, cuando los problemas parecen superarnos no nos demoremos en buscar al Señor para pedirle, con toda la fe y las fuerzas de las que seamos capaces, ¡lo más grande!: que calme totalmente las olas y los vientos que parece que nos llevan a zozobrar en la vida. Él no demorará su respuesta.

Tuesday, May 1, 2012

La vida cristiana en un Cirio

El Cirio Pascual es un símbolo potente. Lo encendemos al inicio de la Vigilia Pascual y nos acompaña durante toda la Pascua. «¡Luz de Cristo!» proclama el sacerdote con fuerte voz tres veces, pues su luz representa al Señor Jesús Resucitado.

Cada año descubro nuevas formas en las que nuestra vida cristiana de alguna manera se asemeja al Cirio. Les comparto algunas.

El Cirio no se enciende solo. La luz que irradia le vino dada de una luz inmensamente más grande, la de la fogata. Así también, nuestra vida está sostenida por la vida de la gracia que nos viene de Dios y la luz que queremos irradiar no es la nuestra, sino una infinitamente superior: la Luz de Cristo.

El Cirio va consumiendo su energía, la cera de la que está hecho, al distribuir la luz que recibió. Para irradiarla debe consumirse y sólo se consume si la irradia. Los cristianos vamos consumiendo nuestra vida día a día y con el paso de los años. Nuestra vida va adquiriendo cada vez más sentido en la medida en que toda ella sea irradiación de la vida en Cristo, en la medida en que la vayamos consumiendo buscando ser verdaderamente «la luz del mundo» (Mt 5,14).

El Cirio, como canta el Pregón Pascual, «aunque distribuye su luz no mengua al repartirla». Ya sea que la vean un ojo o mil ojos, distribuirá con la misma generosidad su luz a cada par de ojos que desean verla. Nuestra vida cristiana es portadora de un mensaje inagotable de vida eterna: el Señor Jesús. Él es la respuesta para cada persona que desea conocerlo. Nuestra tarea es comunicarlo en nuestra vida cotidiana.

«Te rogamos, Señor —dice el Pregón— que este Cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la oscuridad de esta noche». No hay oscuridad tan negra que no sea vencida por su luz. Nuestra vida cristiana busca también destruir la oscuridad que hay en el mundo y en los corazones, buscando transformarlos iluminándolos con la luz de Jesucristo, la única capaz de hacerlo.

El Cirio es testigo de la alegría de la Resurrección, tiene grabada en el centro la Cruz de Cristo atravesada por cinco clavos y el año en el que brillará. Nuestra vida cristiana la vivimos en una dimensión de temporalidad: hoy, mañana, este año. No está exenta de dificultades, dolores y cruces, pues la vida humana en general es así. El camino hacia la gloria de la Resurrección pasa a través de la Cruz de Cristo, que reconcilia y que es faro de esperanza en los momentos difíciles. En nuestra vida cristiana buscamos también ser testigos de la Resurrección.

«Como ofrenda agradable, se asocie a las lumbreras del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo Resucitado», termina el Pregón. Y éste es en el fondo el gran horizonte de nuestra vida cristiana: alcanzar la santidad, vivir junto con todos los santos, las lumbreras en el Cielo que ya vencieron, en el corazón de la vida misma del Señor Jesús Resucitado, en el Espíritu Santo con el Padre eterno.

Y, finalmente, el Cirio tiene inscritos arriba y debajo de la Cruz: Alfa y Omega, primera y última letras del alfabeto griego. Significa que Cristo es el primero y el último, principio y fin de toda la creación. Muchas reflexiones y sentimientos surgen en mi interior al contemplar estos dos símbolos. Pero quizá el mayor de ellos es la gratitud. Mi vida está inscrita en un Plan maravilloso y eterno. Un designio de Amor por mí y por toda la creación. No soy fruto de una especie de azar cósmico que acabará en la nada. El Alfa y la Omega dan sentido a mi vida. A toda vida.