Friday, April 27, 2012

Fulano y el hombre del cántaro

Cuando se acercaba la cena de la Pascua los discípulos le preguntaron a Jesús dónde quería que se prepare la cena. Él contestó: «Vayan a la ciudad; les saldrá al encuentro un hombre con un cántaro de agua; síganlo y allí donde entre, digan al dueño de la casa: “El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?”. Él les enseñará una sala grande ya dispuesta y preparada…» (Mc 14, 12ss).

Mateo añade además que el Señor sabía quién era el dueño de la casa, aunque no consigna su nombre: «Vayan a la ciudad, a casa de fulano, y díganle…» (Mt 26,18).

De alguna forma, quizá un poco alegórica, este pasaje en la vida de Jesús y sus discípulos me vino a la mente al pensar en este cuarto domingo de Pascua, el domingo del Buen Pastor, en que el Papa nos invita unirnos a la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Si bien todos los cristianos tenemos un llamado de Dios personal y particular, una vocación, el Santo Padre nos invita en esta Jornada a unirnos en oración por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Dos personas, un hombre con un cántaro de agua y un tal fulano, intervinieron en forma muy discreta pero decisiva en hacer posible la cena más memorable de la historia humana, la Última Cena, en la que el Señor nos dejó el sacramento de la Eucaristía, de la Ordenación Sacerdotal y el Mandamiento de la caridad.

El del cántaro es un hombre proactivo que va al encuentro de los discípulos. Además, los guió por el camino y probablemente llevó el agua que se usaría en la Cena, contribuyendo a que ésta se haga posible. Queda claro que sirvió eficazmente a lo que Jesús tenía planeado.

El dueño de la casa, el fulano mencionado por el Señor, abre las puertas de su casa de par en par. Muestra generosidad y magnanimidad. Es una persona de actitud abierta a la llegada de Jesús y los suyos. También colabora eficazmente disponiendo todo lo necesario para la Cena, y así Jesús cumplió su ansiado deseo de compartir aquella Cena con sus Apóstoles.

Me llama particularmente la atención que Jesús le mande decir al dueño de la casa: «dónde está mi sala?». Todos los bienes y los dones nos vienen de la bondad de Dios y por ello quizá, con justa razón, el Señor podía hablar de Su sala en medio de la casa del buen hombre.

Ahora que el Papa Benedicto nos invita a orar por las vocaciones, recemos para que Dios en su inmensa bondad suscite santas y abundantes vocaciones en su Iglesia. Y tengamos también presentes en nuestras intenciones a todos aquellos hombres y mujeres de los cántaros de agua y buenos "fulanos", que hoy en día hacen posible la misión de Cristo y de quienes Él ha llamado a ser sus apóstoles siguiendo una vocación de entrega total a Él.

Pienso especialmente en las mamás, papás, hermanos y parientes de una persona llamada por Jesús a la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada. El don de la vocación es un asunto de Cristo quien «eligió a los que quiso» (Mc 3,13). Algo así como aquella sala, Su sala, en medio de la casa del pasaje que contemplamos, una persona con este llamado es un don que Dios regala en el corazón de una familia. Es un don de Dios encomendado a una familia para que ella sea aliento y apoyo en la respuesta del joven o la joven a su llamado.

Por ello en esta Jornada recemos también para que nuestras familias abran las puertas de su casa de par en par a Dios, quien a veces llama de manera especial a alguno de sus miembros.

Que todos podamos ayudar, discreta y eficazmente, con nuestro testimonio y ejemplo de vida cristiana, a quienes buscan su vocación y desean responder a ella con entusiasmo y sincero corazón.

Que todos seamos magnánimos como el buen fulano y con diligencia dispongamos todo lo necesario para ayudar al Señor Jesús y a quienes Él quiso llamar a seguirlo especialmente de cerca en la misión común de la Iglesia.

Que todos seamos buenos guías, como el hombre del cántaro, de aquellos jóvenes, hombres y mujeres, que se preguntan si el susurro que oyen en su interior es la voz de Cristo que les dice «ven y sígueme».

Que todos alentemos la valiente respuesta de los jóvenes que han oído la llamada de Dios a consagrarle sus vidas para transformar el mundo con la luz de Cristo, quien también les dice: «Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Noticia a toda la creación».

Sunday, April 22, 2012

Una invitación sugerente

Jesús vivió constantemente en movimiento. Lo vemos cómo entra en una y otra casa. Va a las sinagogas a enseñar. Se adentra en el desierto. Peregrina incansablemente de una ciudad a otra por toda la región. Camina por las orillas. Navega en el mar. Cruza de una ribera a otra. Recorre las calles de los pueblos. Atraviesa campos de trigo y huertos. Sube a montes. Se retira a lugares solitarios a orar y descansar. En fin, parte, va, llega, entra y sale de muchos lugares. Más adelante me gustaría escribir sobre su actividad intensa y la nuestra.

Era un peregrino, un caminante. Caminó anunciando la Buena Nueva, caminó con la Cruz a cuestas, y, por último, va de Jerusalén a Cafarnaúm, dando recado a sus Apóstoles para que vayan ellos también allá a encontrarse con Él.

Invitaba a los demás a este estilo de vida activo y dinámico. A unos decía simplemente «sígueme». A otros invitaba a dejarlo todo o negarse a sí mismo y seguirlo. Curiosamente, cuando dos jóvenes le preguntaron «Maestro, ¿dónde vives?», Él no contestó algo así como: “vivo en tal lugar”. Contestó escuetamente «vengan y lo verán» (Jn 1,39).

Este «vengan» es una invitación y hasta parece una provocación. Es una invitación a caminar junto con Él un rato hacia un lugar indeterminado. No señala en la dirección de un camino solitario pues los invita a caminar en su compañía. En sus palabras está implícita su presencia a lo largo del trayecto: “vengan conmigo y lo verán”. Su respuesta enfatiza el camino y el caminar, el acto de ir a su lado hacia un lugar que Él iría señalando en cada momento de la ruta.

Sin decirlo ya los está invitando al encuentro y al diálogo, para conocerlo más durante el camino. Los invita a ir construyendo una relación personal de amistad, con Él y también entre ellos dos en torno a Él.

La invitación de Jesús es respetuosa de la libertad de los dos jóvenes, pero no le falta firmeza. No es impositiva pero tampoco le falta claridad. Incluso podría verse como entretenida, como invitándolos a una aventura, a la aventura de conocerlo. No desvela el misterio en un solo instante, insinúa y despierta el interés.

De alguna manera el Señor invita a esos dos jóvenes a asumir el riesgo de confiar en Él y dejarse conducir por Él a lo largo del camino. Pero, si bien no menciona el punto de llegada, no les pide asumir un riesgo en la más absoluta incertidumbre. En su respuesta, «y lo verán», también está implícita la promesa de que si recorren el camino junto a Él llegarán al lugar deseado, verán y encontrarán lo que estaban buscando.

Ciertamente esta invitación es sugerente, sobre todo porque la persona que invita es fascinante. Es sugerente también porque es la invitación que nos hace a todos nosotros.

Por ello, si ponemos estos elementos juntos pienso, que si se trata de seguir un camino en la vida y recorrerlo día a día, el camino más interesante y seguro es:

- Aquel que el que el Señor Jesús invite a recorrer
- En donde está asegurada su compañía todo momento
- En el que Él nos reúne junto a otros peregrinos de la misma ruta
- En el que nos vamos encontrando más con Él a cada paso
- En el que también nos vamos encontrando más entre nosotros en torno a Él
- En el que Él nos asegura el buen final de la aventura
- Y, lo más valioso, en el que Él define la ruta a seguir: «yo soy el Camino»… la ruta más fascinante que puede existir.

Monday, April 16, 2012

Jesús y los niños (y sus mamás)

En un artículo anterior (ver acá) mencioné que en los Evangelios había quién cuente de la alegría de Jesús. Esta vez nos lo contarán los niños y sus mamás, aunque ellas no son mencionadas explícitamente.

Nunca sabremos qué sentía Jesús por todos esos niños inocentes que Herodes mandó asesinar tratando de matarlo a Él. Tampoco sabremos cuántos fueron, pero bastaba uno. Debió ser uno más de los dolores que llevó sobre sí en la Cruz.

Pero sí sabemos de su relación con los niños una vez iniciada su vida pública: le llevaban a los niños pequeños, los niños se le acercaban, Él los bendecía, los abrazaba e imponía las manos y rezaba con ellos. Mateo, Marcos y Lucas dan cuenta de ello.

Por estos Evangelistas también sabemos que, quizá por el número y el alboroto que hacían y porque no dejaban tranquilo a Jesús, los discípulos los reprendían y trataban de impedir que se acerquen a Él. Pero Jesús reclamó y les dijo que dejen a los niños acercarse a Él libremente.

Todos conocemos a los niños. Los niños, sobre todo los más pequeñitos a los que se refiere San Lucas, no se acercarían jamás a un hombre huraño, seco y enojoso. Pienso que se acercaban a Jesús porque era un hombre alegre y les transmitía felicidad, seguridad y confianza. No hay mayor confianza para un niño, al acercarse a un hombre adulto desconocido, que la alegría sincera comunicada en el lenguaje universal de la sonrisa y el brillo auténtico en la mirada. Jesús seguramente también sabía hablarles en su lenguaje infantil, sencillo y lúdico. Los niños del Evangelio son, pues, quizá los más grandes testigos de la alegría de Jesús.

Pero hay más. Con mucha delicadeza la Escritura cuenta que «le traían» los niños. ¿Quién se los traía?, nos preguntamos. Los Evangelistas no lo mencionan, pero la respuesta más natural sería que, al menos en la mayoría de los casos, eran sus propias mamás quien llevaban a Jesús sus niños.

Las madres siempre saben muy bien qué están haciendo sus hijos, sobre todo si son pequeños. Ninguna mamá llevaría o dejaría a su hijo pequeño estar junto a un personaje que no le inspire la más absoluta confianza. El genio femenino, más aún, el maternal, sabe bien escudriñar los corazones y las intenciones de los demás cuando ponen su preciado tesoro en brazos de alguien. Estas mamás confiaban en Jesús. Su intuición femenina confirmaba en su corazón que Jesús era un hombre bueno y no sería osado pensar que ello lo percibían en su mirada amable y su rostro alegre. Confiaban en que sus hijos no se asustarían y que, al contrario, estarían a gusto con Él, riendo, jugando, rezando y recibiendo la bendición.

Toda mamá tiene también un bello y maternal orgullo por sus hijos. Qué diálogos más hermosos habrá habido entre el Señor Jesús y las madres. Ellas, mostrando y presentándoles a sus hijos e implorando su bendición sobre ellos. Él, viendo en los niños el modelo del corazón capaz de entrar en el Reino de los Cielos (Mt 19,14) y de quienes son capaces de entender los misterios revelados por el Padre (Mt 11,25).

Por todo esto, me atrevo a pensar que las madres de estos niños, aún sin aparecer mencionadas en la Escritura, son testigos silenciosas de la alegría de Jesús. Un testimonio silente pero elocuente.

Friday, April 13, 2012

¡Alégrate María!

Usualmente en nuestras canciones a María le pedimos su intercesión Maternal, la alabamos con devoción filial o ponemos a sus pies nuestras diversas experiencias como peregrinos en la fe.

Curiosamente, al finalizar la Vigilia Pascual la Iglesia toda unimos nuestras voces en un canto que tiene una connotación algo diferente. De alguna manera nuestras voces se hacen eco de las primeras palabras que María escucha del Arcángel, «¡Alégrate! llena de gracia», cuando llega a anunciarle la invitación a ser la Madre del Reconciliador. Terminada la Eucaristía volvemos nuestra mirada a ella como para comunicarle el acontecimiento de la Resurrección que acabamos de conmemorar. Con entusiasmo y fuerte voz le decimos: «Reina del Cielo, ¡Alégrate!»

Ciertamente sabemos que no somos nosotros los primeros en darle la gran noticia con nuestro canto. El querido Beato Juan Pablo II recoge una antiquísima tradición en la Iglesia que afirma con fe que el Señor Resucitado se apareció en primer lugar a su Madre, comunicándole Él mismo la Buena Noticia, antes que a las muchas otras personas a las que Él se apareció luego de resucitar.

Pero no pretendemos ser los primeros. Nuestras voces simplemente expresan en el canto del Regina Caeli nuestra relación con María. No cantamos a una imagen. Cantamos a una persona real y viva, con quien tenemos una relación personal e íntima. Nuestro canto manifiesta una experiencia existencial de amor filial a nuestra Madre, presente en nuestra vida cotidiana.

Durante el Triduo Pascual la hemos visto sufriendo paso a paso y la hemos contemplado traspasada por el dolor más profundo, al pie de la Cruz de su Hijo, viéndolo morir. Por ello, ante el acontecimiento de la Resurrección que acabamos de celebrar en la Vigilia Pascual, nos nace naturalmente, como hijos suyos que somos, el poner nuestra mirada en Ella para comunicarle de primera mano y con toda prontitud la Gran Noticia:

«Reina del Cielo, ¡Alégrate!, aleluya,
porque el Señor, a quien llevaste en tu seno, aleluya,
ha resucitado, según su palabra, aleluya.
Ruega al Señor por nosotros, aleluya».

Sunday, April 8, 2012

El silencio de Barrabás

Cuando leemos el relato de la Pasión de Cristo nos conmovemos interiormente. Es un momento de la historia lleno de odio y donde se manifiesta la crueldad despiadada de la que somos capaces. Reaccionamos naturalmente ante tanta mentira e injusticia. ¡Qué cerrazón de las razones y de los corazones! ¡Qué violencia más injusta contra el Príncipe de la Paz!

Durante aquellas horas se realizó un intercambio de vidas tan, pero tan desigual que despierta nuestra indignación: Barrabás a cambio de Jesús.

Barrabás era lo que hoy llamaríamos un terrorista, y no cualquiera sino un cabecilla importante. Era un criminal acusado de homicidio e insurrección. Los malhechores que fueron crucificados al lado del Señor cometieron delitos semejantes así que muy probablemente la suerte de Barrabás sería la muerte en cruz también.

Los Evangelios no dan cuenta de palabra alguna de Barrabás. Sin embargo, recogieron con mucho detalle palabras, gestos y acciones de esos sucesos: unos mienten descaradamente; otros se acobardan; muchos gritan, insultan o se burlan de Jesús; otros aún, le escupen, golpean y laceran con espinas y latigazos; unos pocos, entre ellos su Madre, lo acompañan con entereza; otro grupo lo clava crucificándolo; y finalmente, perforan su costado con una lanza.

Tanto detalle pero ninguna palabra o gesto de Barrabás a pesar de ser nombrado once veces. Sólo quién fue y que fue liberado a los judíos a cambio de la vida de Jesús.

Como que nuestro corazón indignado quisiera gritar a Barrabás: ¡Di algo! ¡Haz algo! ¡No seas cobarde y no dejes que tu mal vivida vida valga el precio de la de Él! Quizá como que quisiéramos ver, al menos, una reacción como la de Pedro quien, aún sin comprender bien, increpó a Jesús «¡a mí no me lavarás los pies jamás!», reconociéndose indigno.

Barrabás sin decir palabra fue indultado escapando de la muerte. Fue nuevamente un hombre libre. Podía recomenzar su vida, para bien o para mal. Cristo pagó su libertad y su vida con la suya: tal era la altísima dignidad de la vida de malvado Barrabas.

Seguramente él no fue del todo consciente del precio con el cuál se había pagado por su vida. Y aún si lo hubiera sido, con más serenidad nos preguntamos: ¿qué podía haber dicho Barrabás? ¿Hubiera bastado un “gracias”? ¿Mil veces “gracias”? ¿Un millón de veces? ¿Había palabra alguna en el lenguaje humano capaz de agradecer a Jesús lo que verdaderamente hacía por él?

Quizá la desproporción casi grotesca que contemplamos nos puede dar alguna luz sobre el precio pagado por darnos nuestra propia altísima dignidad. La de mi vida y mis sucesos, y la de la tuya con los tuyos... ¡Qué intercambio tan desigual!

Ninguna palabra nuestra alcanzaría como respuesta a tanta generosidad. Quizá sólo podamos decir silenciosamente en lo más profundo de nuestro ser “gracias Señor”. Pero realmente la palabra más elocuente que podemos pronunciar es la de hacer de nuestra vida entera un gesto de gratitud que grite a los cuatro vientos, a tiempo y a destiempo, que ¡Cristo venció a la muerte!, que Él es la Reconciliación, que Él es el Camino más fascinante, las Verdad más plena y la Vida más valiosa de ser vivida.