Wednesday, June 20, 2012

¿Por qué se perdió el Niño Jesús?

María y José no fueron malos padres sino todo lo contrario. Sin embargo, no deja de sorprendernos el pasaje en que, regresando de Jerusalén, Jesús, de doce años de edad, se quedó atrás sin que nadie lo notara y no partió con la caravana de regreso. Luego de un día de camino se dieron cuenta de que no estaba y buscándolo angustiados empezaron a desandar el camino. Finalmente, luego de tres días lo encontraron en el templo enseñando (Lc 2,41-52).

Encontré que San Beda, en el siglo VIII, hizo la misma pregunta que me acabo de hacer. Decía: «¿Cómo el Hijo de Dios, objeto de tanto cuidado por parte de sus padres, pudo quedar olvidado?».

Investigando un poco encontré que estas caravanas de ida y vuelta a Jerusalén eran largas y multitudinarias. En cada pueblo se sumaba un nuevo grupo de gente, constituido por familias y conocidos. Durante el caminar, los grupos se mezclaban entre sí y se iban distanciando y acercando indistintamente al ritmo de la caravana.

Los niños, como es natural, se juntaban entre ellos para ir jugando y conversando de sus cosas mientras hacían la larga caminata. Muchas veces el grupo de traviesos quedaba bajo el ojo vigilante de una de las madres o familias, mientras los adultos conversaban entre sí, quizá caminando a un ritmo distinto a una o dos horas de camino de distancia. Al llegar la tarde los grupos se iban reuniendo en el campamento conforme iban llegando, y así también los niños con sus padres para comer y pasar la noche.

Esta explicación me gusta pues propone dos cosas. La primera es que María y José confiaban en su Hijo de doce años y lo dejaban ir en un grupo aparte con sus amigos o parientes. De hecho, es entre sus parientes y conocidos donde lo empiezan a buscar. Y la segunda, que confiaban en Jesús pues era un niño físicamente sano, activo, sociable, despierto, con el juicio y madurez propios al menos de un chico de su edad. Si no hubiera sido así, como buenos padres que eran, no le habrían dado esa confianza.

La explicación de San Beda es que era costumbre ir separados los hombres de las mujeres, y que los niños podían ir con el padre o con la Madre. Por tanto María y José, no viendo al niño a su lado, creyeron cada uno por su parte que iría en compañía del otro. En esta explicación veo dos esposos que confiaban el uno en el otro, y que como es natural, el hijo podía pasarse un día entero con cualquiera de los dos indistintamente.

Independientemente de estas explicaciones muy convincentes, en las que algo queda siempre bajo el manto del misterio —tanto así que uno de los misterios del Rosario recuerda este pasaje— encuentro, que este pasaje no deja de hablarnos de la confianza que se vivía en la Familia de Nazaret. ¡Qué importante es vivir la confianza en nuestras vidas! No siempre es fácil confiar, pues a veces puede traer un sentimiento de riesgo. Incluso puede resultar difícil confiar en Dios. Pero justamente ese es el punto de partida. Quien está bien aferrado a la roca firme del amor de Dios, podrá lanzarse a la aventura de confiar en los demás, a pesar de la inseguridad que le pueda producir.

La confianza se da, se regala. Confiamos en alguien porque de una u otra manera tomamos esa decisión, y cuando lo hacemos nuestro corazón se ensancha y nuestra existencia se enriquece.

Vista desde quien la recibe, la confianza también se gana, ciertamente. Y para hacernos merecedores de la confianza de los demás pienso que el punto de partida es semejante: una vida coherente con la gracia que Dios nos da día a día. Una vida cristiana en la que nuestros actos cotidianos manifiesten que nuestro horizonte es la santidad y el deseo de ser fieles al Dios y su plan para nosotros.

Así, tanto el confiar como el ser personas confiables son experiencias que se encuentran. Por ello es que quizá los más santos son quienes más confían y al mismo tiempo son hacia quienes más nos sentimos inclinados a depositar nuestra confianza. Tal vez, como cuando se perdió el Niño, el camino de la confianza nos lleve por rutas que no entendamos bien, pero que quizá, también, pueda ser ocasión para dejarnos maravillar por la acción de Dios.

Tuesday, June 12, 2012

Un Apóstol que me cae bien

Me caen muy bien los Apóstoles que con sus preguntas o las cosas que hicieron, o a veces incluso con su propia falta de fe, obtuvieron de Jesús palabras que quedaron consignadas en los Evangelios y que son para nosotros motivo de esperanza.

Uno de ellos es Tomás, quien no creyó inicialmente que Cristo había resucitado y se mostró duramente escéptico: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». A los ocho días el Señor mismo tuvo que invitarlo a tocar sus heridas para que compruebe que en verdad había resucitado. Tomás creyó y pronunció esas palabras que en muchos lugares el pueblo fiel repite en la Misa: «Señor mío y Dios mío», tan llenas de significado teológico y de genuina experiencia cristiana.

Este pasaje a veces nos deja algo de compasión por Tomás pues naturalmente sospechamos, por nuestra propia experiencia, que debe haberse sentido muy mal ante Jesús. Por lo pronto, por no haber entendido o creído en las promesas que Él les dejó de que resucitaría al tercer día.

Pero como decía, su incredulidad “arrancó” a Jesús una hermosa promesa que recordé este domingo en la fiesta del Corpus Christi al contemplar a Jesús Sacramentado en la custodia. Jesús dijo a Tomás: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que no han visto y sin embargo han creído» (Jn 20, 29).

Esta promesa de Jesús me llena de entusiasmo. La expresión “bienaventurados” quiere decir dichosos, muy felices, llenos de regocijo. Me entusiasma pues por un lado es un hecho dado. De ello dan testimonio tantos santos y santas en la historia. Y a la vez, por otro lado, nos señala un horizonte interesantísimo. ¡Quién no quiere ser “bienaventurado”!

San Gregorio Magno, como su nombre señala, un gran Papa entre los siglos VI y VII, decía que entre esos “que no han visto” estamos especialmente comprendidos nosotros, porque a Aquel a quien no hemos visto en la carne lo vemos por la fe.

La fe es un regalo de la iniciativa de Dios. Es un don maravilloso que debemos cuidar y alimentar día a día para que crezca, pues es al mismo tiempo un acto humano. Creer que en la Hostia Consagrada está Jesús, y verlo con los ojos de la fe, es una gracia de Dios inestimable, y es también una opción libre de cada uno por depositar la confianza en Cristo, en sus palabras y en sus promesas. Es una opción de amor a Él y es una opción por vivir nuestra vida según la Suya.

El Señor Jesús cumplió todas las promesas que hizo. Por ejemplo, prometió que resucitaría y lo hizo. Prometió también que no nos dejaría huérfanos y desolados, y se quedó con nosotros en la Eucaristía. Prometió que seríamos muy felices creyendo en Él aún sin haberlo visto. Yo encuentro en esta promesa del Señor un horizonte por el cual definitivamente vale la pena vivir la vida cristiana… Creo que por eso me cae tan bien Tomás el Apóstol, quien sin quererlo ganó esta promesa a Jesús para nosotros.