Tuesday, April 16, 2013

¿Acaso soy yo?

Estamos viviendo los días que conmemoran la Resurrección del Señor. Son días que nos alientan en la esperanza. Durante la Semana Santa descubrí una fuente de alegría, curiosamente, a partir de reflexionar sobre un personaje siniestro. Lo llamamos, junto con los Evangelios: “el traidor”.

Judas traicionó a Jesús. Era uno de los suyos y lo vendió por unas monedas. Su traición desencadenó la injusticia e impunidad que llevó al dulce Señor a ser clavado de una Cruz hasta morir.

El devenir de Judas lo conocemos. Después de ver lo que ocasionó, sin fe y por lo tanto sin esperanza, acosado por los remordimientos se ahorcó.

Esto sería una historia trágica si no fuera porque el Señor Jesús venció a tanto odio y a la muerte resucitando. Pero en realidad a lo que iba, sucede justo antes de que se desencadenara todo esto, en el Huerto de Getsemaní.

Judas, había acordado con los judíos que el gesto que señalaría a Jesús sería: «aquel al que yo bese». Llegado el momento, efectivamente Judas se acercó a Jesús y lo besó.

Esta imagen nos indigna. ¡Cuánto se ha escrito sobre ese beso! «¡Oh! ¡Cuánta maldad no mostró el alma del traidor¡ Porque ¿con qué ojos pudo entonces mirar a su Maestro? ¿Con qué boca besarlo? ¡Oh abominable designio! ¡Qué consejo tomó! ¡Qué contraseña dio a su traición!», decía San Juan Crisóstomo.

A Judas nosotros lo llamamos malvado, falso, desleal, delator, infiel, intrigante, conspirador, en fin, el arquetipo del traidor. Pero, curiosamente, Jesús simplemente lo llamó amigo. «Amigo… ¡A lo que has venido a hacer!», le dijo al recibir su beso (Mt 26,50).

En realidad la palabra que utilizó el Señor no tiene una traducción exacta al castellano. Se puede traducir como amigo, compañero o camarada. En todo caso, es una palabra bondadosa y amable.

Ya en el siglo IV San Hilario de Poitiers hacía notar que Jesús no rechazó el beso Judas, como naturalmente podría haberlo hecho pues sabía lo que ello significaba. Y otro antiguo hombre de Dios, autor de uno de los más bellos himnos al Espíritu Santo, decía que Jesús se dejó besar para enseñarnos que Él no huye de la traición de aquellos a quienes ama.

El Señor Jesús no rechazó a Judas que en ese momento lo entregaba a la muerte. No le dio la espalda, no volteó el rostro, no miró a otro lado. El infiel traicionó al amigo que fue siempre fiel hasta las últimas consecuencias. La infidelidad se encontró con la fidelidad. El beso mentiroso se encontró con el rostro sincero.

Me resulta conmovedor notar que cuando Jesús anunció en la Última Cena que uno de sus amigos ahí reunidos lo traicionaría, los Apóstoles le preguntaron «muy entristecidos, uno por uno: ¿Acaso soy yo, Señor?».

Nunca sabremos por qué todos y cada uno de los Apóstoles, pensó que quizá él sería el traidor. Tal vez porque se reconocían frágiles y débiles. Quizá porque cada uno conocía en su interior la herida del pecado que los llevaba, o podría llevar, a negar a Jesús de diversas maneras, pequeñas o grandes, públicas o secretas. Negaciones, que tal vez desembocarían en la entrega de Jesús a los judíos. Lo que sabemos es que ante tal constatación personal se llenaron de tristeza.

Como ellos, nosotros también nos llenamos de tristeza cuando con sincero corazón dejamos que las palabras de Jesús que anuncian la traición nos interpelen. El anuncio de la traición lo hizo sin mencionar el nombre de Judas. Lo dijo a todos los que estaban ahí reunidos. ¡Jesús fue incluso en ello tan reverente con el pecador!

La alegría de la que hablaba inicialmente me surge, por un lado, al constatar cómo los Apóstoles, a pesar de realmente saberse frágiles y pecadores, al punto de entristecerse por ello,  lograron ser aquellos grandes santos que nos transmitieron de primera mano el testimonio más valioso sobre Jesús.

Pero, por otro lado, confieso que esa alegría crece mucho más por saber que cada vez que niego a Jesús en mi vida y voy a buscarlo Él no mira para otro lado, no voltea el rostro… sale a mi encuentro una y otra vez y me dice: “amigo”.