Tuesday, April 16, 2013

¿Acaso soy yo?

Estamos viviendo los días que conmemoran la Resurrección del Señor. Son días que nos alientan en la esperanza. Durante la Semana Santa descubrí una fuente de alegría, curiosamente, a partir de reflexionar sobre un personaje siniestro. Lo llamamos, junto con los Evangelios: “el traidor”.

Judas traicionó a Jesús. Era uno de los suyos y lo vendió por unas monedas. Su traición desencadenó la injusticia e impunidad que llevó al dulce Señor a ser clavado de una Cruz hasta morir.

El devenir de Judas lo conocemos. Después de ver lo que ocasionó, sin fe y por lo tanto sin esperanza, acosado por los remordimientos se ahorcó.

Esto sería una historia trágica si no fuera porque el Señor Jesús venció a tanto odio y a la muerte resucitando. Pero en realidad a lo que iba, sucede justo antes de que se desencadenara todo esto, en el Huerto de Getsemaní.

Judas, había acordado con los judíos que el gesto que señalaría a Jesús sería: «aquel al que yo bese». Llegado el momento, efectivamente Judas se acercó a Jesús y lo besó.

Esta imagen nos indigna. ¡Cuánto se ha escrito sobre ese beso! «¡Oh! ¡Cuánta maldad no mostró el alma del traidor¡ Porque ¿con qué ojos pudo entonces mirar a su Maestro? ¿Con qué boca besarlo? ¡Oh abominable designio! ¡Qué consejo tomó! ¡Qué contraseña dio a su traición!», decía San Juan Crisóstomo.

A Judas nosotros lo llamamos malvado, falso, desleal, delator, infiel, intrigante, conspirador, en fin, el arquetipo del traidor. Pero, curiosamente, Jesús simplemente lo llamó amigo. «Amigo… ¡A lo que has venido a hacer!», le dijo al recibir su beso (Mt 26,50).

En realidad la palabra que utilizó el Señor no tiene una traducción exacta al castellano. Se puede traducir como amigo, compañero o camarada. En todo caso, es una palabra bondadosa y amable.

Ya en el siglo IV San Hilario de Poitiers hacía notar que Jesús no rechazó el beso Judas, como naturalmente podría haberlo hecho pues sabía lo que ello significaba. Y otro antiguo hombre de Dios, autor de uno de los más bellos himnos al Espíritu Santo, decía que Jesús se dejó besar para enseñarnos que Él no huye de la traición de aquellos a quienes ama.

El Señor Jesús no rechazó a Judas que en ese momento lo entregaba a la muerte. No le dio la espalda, no volteó el rostro, no miró a otro lado. El infiel traicionó al amigo que fue siempre fiel hasta las últimas consecuencias. La infidelidad se encontró con la fidelidad. El beso mentiroso se encontró con el rostro sincero.

Me resulta conmovedor notar que cuando Jesús anunció en la Última Cena que uno de sus amigos ahí reunidos lo traicionaría, los Apóstoles le preguntaron «muy entristecidos, uno por uno: ¿Acaso soy yo, Señor?».

Nunca sabremos por qué todos y cada uno de los Apóstoles, pensó que quizá él sería el traidor. Tal vez porque se reconocían frágiles y débiles. Quizá porque cada uno conocía en su interior la herida del pecado que los llevaba, o podría llevar, a negar a Jesús de diversas maneras, pequeñas o grandes, públicas o secretas. Negaciones, que tal vez desembocarían en la entrega de Jesús a los judíos. Lo que sabemos es que ante tal constatación personal se llenaron de tristeza.

Como ellos, nosotros también nos llenamos de tristeza cuando con sincero corazón dejamos que las palabras de Jesús que anuncian la traición nos interpelen. El anuncio de la traición lo hizo sin mencionar el nombre de Judas. Lo dijo a todos los que estaban ahí reunidos. ¡Jesús fue incluso en ello tan reverente con el pecador!

La alegría de la que hablaba inicialmente me surge, por un lado, al constatar cómo los Apóstoles, a pesar de realmente saberse frágiles y pecadores, al punto de entristecerse por ello,  lograron ser aquellos grandes santos que nos transmitieron de primera mano el testimonio más valioso sobre Jesús.

Pero, por otro lado, confieso que esa alegría crece mucho más por saber que cada vez que niego a Jesús en mi vida y voy a buscarlo Él no mira para otro lado, no voltea el rostro… sale a mi encuentro una y otra vez y me dice: “amigo”.

Saturday, January 5, 2013

La alegría de los Magos

Los magos del oriente que llegaron a Belén me parecen simpáticos. De niño me hice amigo de ellos cantando un villancico que comienza con: Tan, Tan, van por el desierto. Hoy, el villancico me sigue gustando y también me atraen mucho los magos y les cuento por qué.

Fueron hombres audaces y abiertos al misterio. Al ver la estrella extraordinaria, que según su ciencia señalaba el nacimiento de “el Rey de los Judíos”, se lanzaron en su búsqueda, en una aventura llena de misterio hasta encontrarse con el más grande Misterio de todos los tiempos.

Fueron verdaderos sabios. Sus conocimientos de la astronomía y su sabiduría no los ensoberbecieron, al contrario, les sirvieron para caminar por el buen camino que llevaba a la Verdad hecha humildad.

Fueron valientes. En el cumplimiento de su misión no se detuvieron ante nada. Incluso se arriesgaron a ponerse delante del poderoso y temido rey Herodes para preguntarle algo impertinente, peligroso o disparatado: «¿dónde está el rey de los judíos que ha nacido?», refiriéndose evidentemente a un rey distinto a Herodes.

Tuvieron personalidad y palabra firmes. Inspiraron respeto. Su presencia y el testimonio de su misión sobresaltó al pueblo, pero no los consideraron unos lunáticos. Les dieron crédito aún cuando hablaban de algo insólito. Tanto así que Herodes convocó a todos los sumos sacerdotes y los doctores de la ley para darles una respuesta.

Su testimonio fue claro y explícito. No dieron rodeos, no entraron en diálogos innecesarios, superficiales o en componendas con el mundo en Jerusalén. Su tarea era muy definida y así se lo hicieron saber a todos: «hemos venido a adorarle».

Estaban abiertos al misterio. La estrella misteriosa los llevó por un camino que no sospechaban y en ningún momento se aferraron a sus propios planes y paradigmas mentales. Llegaron buscando a un rey, donde debía estar según la lógica, en la gran ciudad de Jerusalén, y terminaron en el pequeño poblado de Belén, adorando a un Niño pobre recostado en un pesebre, al lado de su Madre y de San José.

Fueron hombres de fe firme. En lo que dijeron a Herodes no había duda: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el oriente y hemos venimos a adorarle». No dudan que haya nacido ya, es más, lo afirman en la pregunta. No dudan de la estrella, para ellos estaba claro que era “su” estrella, la estrella del Mesías e iban para adorarlo. La creación de Dios los puso en camino, la Palabra de Dios en las Escrituras definió el lugar del encuentro.

Fueron hombres humildes. Ciertamente eran sabios y seguramente personas importantes, ya que nadie que no fuera importante hubiera podido entrevistarse de buenas a primeras con el rey Herodes. Pero más adelante los vemos entrando a la pobre casa y adorar con toda humildad a un Bebito frágil recién nacido.

Fueron dóciles a los mensajes de Dios. Primero, al dejarse guiar por la estrella y luego, al hacer caso a la voz del Ángel que les indicó que regresasen a su tierra por otro camino. Pienso que también debieron ser astutos para no dejarse engañar por la trampa de Herodes, con la excusa de pretender él también adorar también al Niño.

Fueron generosos. Además del esfuerzo que demandó el largo viaje, se presentaron con las manos llenas para regalar al Niño oro, incienso y mirra.

Supieron esperar y se alegraron intensamente: Cuando vieron la estrella detenida encima del lugar donde estaba a el Niño «se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). San Juan Crisóstomo dice que se alegraron de esa forma al ver su esperanza confirmada y porque vieron recompensadas las penalidades de un camino tan largo.

No tenemos una descripción acabada de la escena que contemplaron estos buenos magos del oriente, pero San Mateo nos dejó lo suficiente: «Entraron en la casa, vieron al niño y a su Madre y postrándose, le adoraron». Fue un encuentro silencioso y hermoso. ¿Qué podían decir ante el misterio de Belén que contemplaban? Nada. Tras entrar y ver lo que vieron lo único que cabía era hacer un reverente silencio, ese silencio elocuente que es capaz de expresar lo más profundo de la experiencia humana cuando se encuentra con Dios.

¿Qué podían hacer? Solo el gesto reverente de postrarse ante el Niño. Con el gesto se disponen a adorar, con su cuerpo, su alma y su espíritu adoraron al Niño. Luego le ofrecieron sus dones.

Si los magos ya se habían llenado de una «inmensa alegría» antes de entrar, le faltarían palabras al vocabulario para describir la alegría que tuvieron al traspasar el umbral de la puerta y encontrarse con el Niño en medio de la Sagrada Familia. Esa alegría de los magos es también la alegría hacia la que caminamos.

Monday, July 2, 2012

La alegría de Jesús cuando se despidió

Los Evangelios sólo relatan dos momentos en los que Jesús habla de su propia alegría y lo hace de una manera poco común. Les quiero contar de uno de ellos.

Luego de la Última Cena y justo antes de iniciar su Pasión, el Señor Jesús se despidió de sus discípulos y amigos. Fue una larga despedida llena de palabras de amor y de esperanza y que concluyó en una bellísima oración al Padre. En esas palabras a sus discípulos nos hablaba también a nosotros.

Dijo, entre otras muchas cosas, que no se turbe nuestro corazón y que no nos acobardemos, que en la casa del Padre hay muchas moradas y que partía para prepararnos un lugar allá; que volvería a llevarnos con Él para que donde Él esté nosotros también estemos; que no nos dejaría huérfanos, pues volvería.

Jesús y sus Apóstoles, mosaico s. VI
También dijo que todo lo que pidiéramos en su nombre Él lo haría, y que nos daba su paz y nos la dejaba. Nos señaló el camino a seguir: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Nos reveló que Él es la Vid Verdadera, animándonos a permanecer como los sarmientos de la vid, unidos a Él.

Nos alentó a creer en Él y nos destinó a dar muchos frutos como discípulos suyos. Nos prometió que si lo amamos a Él seremos amados por el Padre y juntos vivirán en nuestra vida. Nos alentó a tener ¡ánimo! y a no tener miedo. Nos prometió que pediría al Padre por nosotros para que el Espíritu Santo esté con nosotros para siempre. Nos llamó amigos haciendo notar que fue primero Él quien nos eligió como sus amigos.

En el contexto de estas palabras y sabiendo que se acercaban a prenderle con espadas y palos nos dijo: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría sea colmada» (Jn 15,11).

En ese dramático momento Él era una persona alegre, lo hizo explícito y nos quiso dejar esa alegría no solo para compartirla con nosotros, sino para que, en su alegría, la nuestra alcance su plenitud.

¿Cómo podemos entender esto? Quizás una de las claves de la alegría profunda de Jesús esté en las palabras con que se dirige al Padre en esta despedida: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar». Pienso que su alegría tenía dos grandes pilares. El primero es el amor, el saberse profundamente amado por el Padre en el Espíritu y descubrirse Él mismo amándolo incondicionalmente. Y el segundo, el saberse en todo momento, incluso en los momentos más difíciles, cumpliendo el Plan que el Padre tuvo para Él, dándole así gloria con su vida y su acción. Él obró las buenas obras de Dios, obró rectamente en todo y por eso su vida fue una vida plena.

Tal vez esas sean dos dimensiones de la alegría que nos quiso dejar para que la nuestra sea colmada: el amor suyo y del Padre en el Espíritu Santo por nosotros y el vivir las buenas obras que el Padre nos ha encomendado. Con su ejemplo y con la fuerza del Espíritu nos invitó a la alegría de vivir ese amor y ese dar gloria a Dios con nuestro recto obrar. Así nuestra vida tendrá cada vez más sentido y será una vida encaminada hacia la plenitud, una vida que también da gloria a Dios.

Pienso que así no solo nuestra vida irá transformándose en una vida cada vez más feliz, aún en los momentos dramáticos, sino que también el mundo entero se irá transformando en un mundo más alegre: con la alegría de verdad, la alegría de Cristo, aún en medio del drama humano de nuestro tiempo.


Más sobre la alegría de Jesús:

Wednesday, June 20, 2012

¿Por qué se perdió el Niño Jesús?

María y José no fueron malos padres sino todo lo contrario. Sin embargo, no deja de sorprendernos el pasaje en que, regresando de Jerusalén, Jesús, de doce años de edad, se quedó atrás sin que nadie lo notara y no partió con la caravana de regreso. Luego de un día de camino se dieron cuenta de que no estaba y buscándolo angustiados empezaron a desandar el camino. Finalmente, luego de tres días lo encontraron en el templo enseñando (Lc 2,41-52).

Encontré que San Beda, en el siglo VIII, hizo la misma pregunta que me acabo de hacer. Decía: «¿Cómo el Hijo de Dios, objeto de tanto cuidado por parte de sus padres, pudo quedar olvidado?».

Investigando un poco encontré que estas caravanas de ida y vuelta a Jerusalén eran largas y multitudinarias. En cada pueblo se sumaba un nuevo grupo de gente, constituido por familias y conocidos. Durante el caminar, los grupos se mezclaban entre sí y se iban distanciando y acercando indistintamente al ritmo de la caravana.

Los niños, como es natural, se juntaban entre ellos para ir jugando y conversando de sus cosas mientras hacían la larga caminata. Muchas veces el grupo de traviesos quedaba bajo el ojo vigilante de una de las madres o familias, mientras los adultos conversaban entre sí, quizá caminando a un ritmo distinto a una o dos horas de camino de distancia. Al llegar la tarde los grupos se iban reuniendo en el campamento conforme iban llegando, y así también los niños con sus padres para comer y pasar la noche.

Esta explicación me gusta pues propone dos cosas. La primera es que María y José confiaban en su Hijo de doce años y lo dejaban ir en un grupo aparte con sus amigos o parientes. De hecho, es entre sus parientes y conocidos donde lo empiezan a buscar. Y la segunda, que confiaban en Jesús pues era un niño físicamente sano, activo, sociable, despierto, con el juicio y madurez propios al menos de un chico de su edad. Si no hubiera sido así, como buenos padres que eran, no le habrían dado esa confianza.

La explicación de San Beda es que era costumbre ir separados los hombres de las mujeres, y que los niños podían ir con el padre o con la Madre. Por tanto María y José, no viendo al niño a su lado, creyeron cada uno por su parte que iría en compañía del otro. En esta explicación veo dos esposos que confiaban el uno en el otro, y que como es natural, el hijo podía pasarse un día entero con cualquiera de los dos indistintamente.

Independientemente de estas explicaciones muy convincentes, en las que algo queda siempre bajo el manto del misterio —tanto así que uno de los misterios del Rosario recuerda este pasaje— encuentro, que este pasaje no deja de hablarnos de la confianza que se vivía en la Familia de Nazaret. ¡Qué importante es vivir la confianza en nuestras vidas! No siempre es fácil confiar, pues a veces puede traer un sentimiento de riesgo. Incluso puede resultar difícil confiar en Dios. Pero justamente ese es el punto de partida. Quien está bien aferrado a la roca firme del amor de Dios, podrá lanzarse a la aventura de confiar en los demás, a pesar de la inseguridad que le pueda producir.

La confianza se da, se regala. Confiamos en alguien porque de una u otra manera tomamos esa decisión, y cuando lo hacemos nuestro corazón se ensancha y nuestra existencia se enriquece.

Vista desde quien la recibe, la confianza también se gana, ciertamente. Y para hacernos merecedores de la confianza de los demás pienso que el punto de partida es semejante: una vida coherente con la gracia que Dios nos da día a día. Una vida cristiana en la que nuestros actos cotidianos manifiesten que nuestro horizonte es la santidad y el deseo de ser fieles al Dios y su plan para nosotros.

Así, tanto el confiar como el ser personas confiables son experiencias que se encuentran. Por ello es que quizá los más santos son quienes más confían y al mismo tiempo son hacia quienes más nos sentimos inclinados a depositar nuestra confianza. Tal vez, como cuando se perdió el Niño, el camino de la confianza nos lleve por rutas que no entendamos bien, pero que quizá, también, pueda ser ocasión para dejarnos maravillar por la acción de Dios.

Tuesday, June 12, 2012

Un Apóstol que me cae bien

Me caen muy bien los Apóstoles que con sus preguntas o las cosas que hicieron, o a veces incluso con su propia falta de fe, obtuvieron de Jesús palabras que quedaron consignadas en los Evangelios y que son para nosotros motivo de esperanza.

Uno de ellos es Tomás, quien no creyó inicialmente que Cristo había resucitado y se mostró duramente escéptico: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». A los ocho días el Señor mismo tuvo que invitarlo a tocar sus heridas para que compruebe que en verdad había resucitado. Tomás creyó y pronunció esas palabras que en muchos lugares el pueblo fiel repite en la Misa: «Señor mío y Dios mío», tan llenas de significado teológico y de genuina experiencia cristiana.

Este pasaje a veces nos deja algo de compasión por Tomás pues naturalmente sospechamos, por nuestra propia experiencia, que debe haberse sentido muy mal ante Jesús. Por lo pronto, por no haber entendido o creído en las promesas que Él les dejó de que resucitaría al tercer día.

Pero como decía, su incredulidad “arrancó” a Jesús una hermosa promesa que recordé este domingo en la fiesta del Corpus Christi al contemplar a Jesús Sacramentado en la custodia. Jesús dijo a Tomás: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que no han visto y sin embargo han creído» (Jn 20, 29).

Esta promesa de Jesús me llena de entusiasmo. La expresión “bienaventurados” quiere decir dichosos, muy felices, llenos de regocijo. Me entusiasma pues por un lado es un hecho dado. De ello dan testimonio tantos santos y santas en la historia. Y a la vez, por otro lado, nos señala un horizonte interesantísimo. ¡Quién no quiere ser “bienaventurado”!

San Gregorio Magno, como su nombre señala, un gran Papa entre los siglos VI y VII, decía que entre esos “que no han visto” estamos especialmente comprendidos nosotros, porque a Aquel a quien no hemos visto en la carne lo vemos por la fe.

La fe es un regalo de la iniciativa de Dios. Es un don maravilloso que debemos cuidar y alimentar día a día para que crezca, pues es al mismo tiempo un acto humano. Creer que en la Hostia Consagrada está Jesús, y verlo con los ojos de la fe, es una gracia de Dios inestimable, y es también una opción libre de cada uno por depositar la confianza en Cristo, en sus palabras y en sus promesas. Es una opción de amor a Él y es una opción por vivir nuestra vida según la Suya.

El Señor Jesús cumplió todas las promesas que hizo. Por ejemplo, prometió que resucitaría y lo hizo. Prometió también que no nos dejaría huérfanos y desolados, y se quedó con nosotros en la Eucaristía. Prometió que seríamos muy felices creyendo en Él aún sin haberlo visto. Yo encuentro en esta promesa del Señor un horizonte por el cual definitivamente vale la pena vivir la vida cristiana… Creo que por eso me cae tan bien Tomás el Apóstol, quien sin quererlo ganó esta promesa a Jesús para nosotros.

Tuesday, May 15, 2012

De problemas y tempestades

Quizá las preguntas más difíciles de contestar son las relacionadas con el sufrimiento y las dificultades en la vida. En ocasiones nuestra vida se complica, surgen problemas y situaciones que aparentemente no tienen solución. Esto nos produce inseguridad, dolor, dudas y sufrimiento en sus diversas formas. A veces incluso podemos llegar a preguntarnos “¿qué estoy haciendo mal para que esto me suceda?”.

En algunos casos quizá sí estamos haciendo algo mal. Y habremos hecho bien en preguntarnos y en buscar cambiar aquello que debamos para vivir mejor. Pero también puede suceder no estemos haciendo algo mal en relación a los sufrimientos que llegan a nuestra vida.

Algo así pasó a los discípulos de Jesús. Él se acercó a ellos a la orilla de lago y les pidió cruzar al otro lado del lago. Subieron todos a una barca, empezaron a navegar y Jesús se durmió mientras avanzaban. De pronto el tiempo cambió y se desató una gran tormenta. Los discípulos hacían todo lo posible pero la barca se llenaba de agua por las olas grandes y parecía que iban a zozobrar. Jesús seguía tranquilamente durmiendo. Asustados los discípulos decidieron despertar a Jesús: «¡Maestro!, ¿No te importa que perezcamos?». Jesús despertándose calmó los vientos y las aguas y les preguntó «¿Dónde está vuestra fe?».

Usualmente este pasaje llama nuestra atención por el poder de Jesús sobre las fuerzas de la naturaleza, por su aplicación a las tormentas que aparecen en nuestra vida o por el llamado de atención de Jesús ante la poca fe de los discípulos. Pero quisiera resaltar algo que puede pasar desapercibido: ellos se encontraron en esa situación de miedo, de problemas y tormentas por haber hecho caso a Jesús quien les había pedido: «pasemos al otro lado del lago» (Lc 8, 22). Si hubieran seguido en lo que estaban haciendo en tierra quizá no hubiera pasado nada.

Seguir a Jesús por el camino que Él nos invita a recorrer es siempre la mejor opción (ver este artículo). Sin embargo, este camino no está exento de dificultades. En primer lugar porque la vida misma no lo está, y la vida cristiana es ante todo vida. En segundo lugar, porque al seguir a Jesucristo en nuestro tiempo se va contracorriente en muchas cosas del mundo. Y, finalmente, porque hay problemas que caen en el marco del misterio inalcanzable del mal, que no llegamos a comprender.

Volvamos al pasaje y veamos por un lado a los discípulos y por otro a Jesús. Los discípulos hicieron todo lo que pudieron: remaron y lucharon contra la tormenta. Cuando la situación iba más allá de sus fuerzas acudieron a Jesús. Hicieron lo correcto: estaban con Jesús en su barca, haciendo lo que Él les había pedido, pusieron todo de su parte y acudieron con fe y confianza en una situación de dificultad.

Jesús, por su parte, confiaba en sus discípulos. Tanto así que dormía tranquilamente sabiendo que ellos eran perfectamente capaces de llevarlo a la otra orilla del lago. Seguía durmiendo aún cuando ya la barca se movía y llenaba de agua. Su presencia serena en la barca era una seguridad permanente en circunstancias normales y quizá levemente difíciles. Pero cuando la dificultad aumenta y los discípulos acuden a Él como para despertarlo el Señor no negocia su ayuda, no la demora y no escatima en ella. No responde dando sólo un poquito de serenidad: calmó por completo una gran tormenta y se serenaron las aguas y los vientos.

Finalmente Jesús alienta a sus amigos a una fe aún mayor: «¿Por qué están acobardados, hombres de poca fe?» (Mt 8,26). Si ellos estaban cumpliendo con su pedido, si Él estaba también con ellos en la barca, ¿por qué tener miedo? Veo en estas palabras de Jesús una invitación a la experiencia de una serenidad permanente aún en medio de las tormentas y dificultades. Si sinceramente buscamos cumplir con el plan de Dios, si sabemos que contamos con Su presencia en nuestra vida y buscamos abrirnos más a ella en toda circunstancia, atravesaremos con serenidad interior las dificultades más grandes que escapan a nuestro control. Él navega con nosotros en la barca de nuestra vida.

Pero como los buenos discípulos, quienes también iban creciendo en su fe, cuando los problemas parecen superarnos no nos demoremos en buscar al Señor para pedirle, con toda la fe y las fuerzas de las que seamos capaces, ¡lo más grande!: que calme totalmente las olas y los vientos que parece que nos llevan a zozobrar en la vida. Él no demorará su respuesta.

Tuesday, May 1, 2012

La vida cristiana en un Cirio

El Cirio Pascual es un símbolo potente. Lo encendemos al inicio de la Vigilia Pascual y nos acompaña durante toda la Pascua. «¡Luz de Cristo!» proclama el sacerdote con fuerte voz tres veces, pues su luz representa al Señor Jesús Resucitado.

Cada año descubro nuevas formas en las que nuestra vida cristiana de alguna manera se asemeja al Cirio. Les comparto algunas.

El Cirio no se enciende solo. La luz que irradia le vino dada de una luz inmensamente más grande, la de la fogata. Así también, nuestra vida está sostenida por la vida de la gracia que nos viene de Dios y la luz que queremos irradiar no es la nuestra, sino una infinitamente superior: la Luz de Cristo.

El Cirio va consumiendo su energía, la cera de la que está hecho, al distribuir la luz que recibió. Para irradiarla debe consumirse y sólo se consume si la irradia. Los cristianos vamos consumiendo nuestra vida día a día y con el paso de los años. Nuestra vida va adquiriendo cada vez más sentido en la medida en que toda ella sea irradiación de la vida en Cristo, en la medida en que la vayamos consumiendo buscando ser verdaderamente «la luz del mundo» (Mt 5,14).

El Cirio, como canta el Pregón Pascual, «aunque distribuye su luz no mengua al repartirla». Ya sea que la vean un ojo o mil ojos, distribuirá con la misma generosidad su luz a cada par de ojos que desean verla. Nuestra vida cristiana es portadora de un mensaje inagotable de vida eterna: el Señor Jesús. Él es la respuesta para cada persona que desea conocerlo. Nuestra tarea es comunicarlo en nuestra vida cotidiana.

«Te rogamos, Señor —dice el Pregón— que este Cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la oscuridad de esta noche». No hay oscuridad tan negra que no sea vencida por su luz. Nuestra vida cristiana busca también destruir la oscuridad que hay en el mundo y en los corazones, buscando transformarlos iluminándolos con la luz de Jesucristo, la única capaz de hacerlo.

El Cirio es testigo de la alegría de la Resurrección, tiene grabada en el centro la Cruz de Cristo atravesada por cinco clavos y el año en el que brillará. Nuestra vida cristiana la vivimos en una dimensión de temporalidad: hoy, mañana, este año. No está exenta de dificultades, dolores y cruces, pues la vida humana en general es así. El camino hacia la gloria de la Resurrección pasa a través de la Cruz de Cristo, que reconcilia y que es faro de esperanza en los momentos difíciles. En nuestra vida cristiana buscamos también ser testigos de la Resurrección.

«Como ofrenda agradable, se asocie a las lumbreras del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo Resucitado», termina el Pregón. Y éste es en el fondo el gran horizonte de nuestra vida cristiana: alcanzar la santidad, vivir junto con todos los santos, las lumbreras en el Cielo que ya vencieron, en el corazón de la vida misma del Señor Jesús Resucitado, en el Espíritu Santo con el Padre eterno.

Y, finalmente, el Cirio tiene inscritos arriba y debajo de la Cruz: Alfa y Omega, primera y última letras del alfabeto griego. Significa que Cristo es el primero y el último, principio y fin de toda la creación. Muchas reflexiones y sentimientos surgen en mi interior al contemplar estos dos símbolos. Pero quizá el mayor de ellos es la gratitud. Mi vida está inscrita en un Plan maravilloso y eterno. Un designio de Amor por mí y por toda la creación. No soy fruto de una especie de azar cósmico que acabará en la nada. El Alfa y la Omega dan sentido a mi vida. A toda vida.

Friday, April 27, 2012

Fulano y el hombre del cántaro

Cuando se acercaba la cena de la Pascua los discípulos le preguntaron a Jesús dónde quería que se prepare la cena. Él contestó: «Vayan a la ciudad; les saldrá al encuentro un hombre con un cántaro de agua; síganlo y allí donde entre, digan al dueño de la casa: “El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?”. Él les enseñará una sala grande ya dispuesta y preparada…» (Mc 14, 12ss).

Mateo añade además que el Señor sabía quién era el dueño de la casa, aunque no consigna su nombre: «Vayan a la ciudad, a casa de fulano, y díganle…» (Mt 26,18).

De alguna forma, quizá un poco alegórica, este pasaje en la vida de Jesús y sus discípulos me vino a la mente al pensar en este cuarto domingo de Pascua, el domingo del Buen Pastor, en que el Papa nos invita unirnos a la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Si bien todos los cristianos tenemos un llamado de Dios personal y particular, una vocación, el Santo Padre nos invita en esta Jornada a unirnos en oración por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Dos personas, un hombre con un cántaro de agua y un tal fulano, intervinieron en forma muy discreta pero decisiva en hacer posible la cena más memorable de la historia humana, la Última Cena, en la que el Señor nos dejó el sacramento de la Eucaristía, de la Ordenación Sacerdotal y el Mandamiento de la caridad.

El del cántaro es un hombre proactivo que va al encuentro de los discípulos. Además, los guió por el camino y probablemente llevó el agua que se usaría en la Cena, contribuyendo a que ésta se haga posible. Queda claro que sirvió eficazmente a lo que Jesús tenía planeado.

El dueño de la casa, el fulano mencionado por el Señor, abre las puertas de su casa de par en par. Muestra generosidad y magnanimidad. Es una persona de actitud abierta a la llegada de Jesús y los suyos. También colabora eficazmente disponiendo todo lo necesario para la Cena, y así Jesús cumplió su ansiado deseo de compartir aquella Cena con sus Apóstoles.

Me llama particularmente la atención que Jesús le mande decir al dueño de la casa: «dónde está mi sala?». Todos los bienes y los dones nos vienen de la bondad de Dios y por ello quizá, con justa razón, el Señor podía hablar de Su sala en medio de la casa del buen hombre.

Ahora que el Papa Benedicto nos invita a orar por las vocaciones, recemos para que Dios en su inmensa bondad suscite santas y abundantes vocaciones en su Iglesia. Y tengamos también presentes en nuestras intenciones a todos aquellos hombres y mujeres de los cántaros de agua y buenos "fulanos", que hoy en día hacen posible la misión de Cristo y de quienes Él ha llamado a ser sus apóstoles siguiendo una vocación de entrega total a Él.

Pienso especialmente en las mamás, papás, hermanos y parientes de una persona llamada por Jesús a la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada. El don de la vocación es un asunto de Cristo quien «eligió a los que quiso» (Mc 3,13). Algo así como aquella sala, Su sala, en medio de la casa del pasaje que contemplamos, una persona con este llamado es un don que Dios regala en el corazón de una familia. Es un don de Dios encomendado a una familia para que ella sea aliento y apoyo en la respuesta del joven o la joven a su llamado.

Por ello en esta Jornada recemos también para que nuestras familias abran las puertas de su casa de par en par a Dios, quien a veces llama de manera especial a alguno de sus miembros.

Que todos podamos ayudar, discreta y eficazmente, con nuestro testimonio y ejemplo de vida cristiana, a quienes buscan su vocación y desean responder a ella con entusiasmo y sincero corazón.

Que todos seamos magnánimos como el buen fulano y con diligencia dispongamos todo lo necesario para ayudar al Señor Jesús y a quienes Él quiso llamar a seguirlo especialmente de cerca en la misión común de la Iglesia.

Que todos seamos buenos guías, como el hombre del cántaro, de aquellos jóvenes, hombres y mujeres, que se preguntan si el susurro que oyen en su interior es la voz de Cristo que les dice «ven y sígueme».

Que todos alentemos la valiente respuesta de los jóvenes que han oído la llamada de Dios a consagrarle sus vidas para transformar el mundo con la luz de Cristo, quien también les dice: «Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Noticia a toda la creación».

Sunday, April 22, 2012

Una invitación sugerente

Jesús vivió constantemente en movimiento. Lo vemos cómo entra en una y otra casa. Va a las sinagogas a enseñar. Se adentra en el desierto. Peregrina incansablemente de una ciudad a otra por toda la región. Camina por las orillas. Navega en el mar. Cruza de una ribera a otra. Recorre las calles de los pueblos. Atraviesa campos de trigo y huertos. Sube a montes. Se retira a lugares solitarios a orar y descansar. En fin, parte, va, llega, entra y sale de muchos lugares. Más adelante me gustaría escribir sobre su actividad intensa y la nuestra.

Era un peregrino, un caminante. Caminó anunciando la Buena Nueva, caminó con la Cruz a cuestas, y, por último, va de Jerusalén a Cafarnaúm, dando recado a sus Apóstoles para que vayan ellos también allá a encontrarse con Él.

Invitaba a los demás a este estilo de vida activo y dinámico. A unos decía simplemente «sígueme». A otros invitaba a dejarlo todo o negarse a sí mismo y seguirlo. Curiosamente, cuando dos jóvenes le preguntaron «Maestro, ¿dónde vives?», Él no contestó algo así como: “vivo en tal lugar”. Contestó escuetamente «vengan y lo verán» (Jn 1,39).

Este «vengan» es una invitación y hasta parece una provocación. Es una invitación a caminar junto con Él un rato hacia un lugar indeterminado. No señala en la dirección de un camino solitario pues los invita a caminar en su compañía. En sus palabras está implícita su presencia a lo largo del trayecto: “vengan conmigo y lo verán”. Su respuesta enfatiza el camino y el caminar, el acto de ir a su lado hacia un lugar que Él iría señalando en cada momento de la ruta.

Sin decirlo ya los está invitando al encuentro y al diálogo, para conocerlo más durante el camino. Los invita a ir construyendo una relación personal de amistad, con Él y también entre ellos dos en torno a Él.

La invitación de Jesús es respetuosa de la libertad de los dos jóvenes, pero no le falta firmeza. No es impositiva pero tampoco le falta claridad. Incluso podría verse como entretenida, como invitándolos a una aventura, a la aventura de conocerlo. No desvela el misterio en un solo instante, insinúa y despierta el interés.

De alguna manera el Señor invita a esos dos jóvenes a asumir el riesgo de confiar en Él y dejarse conducir por Él a lo largo del camino. Pero, si bien no menciona el punto de llegada, no les pide asumir un riesgo en la más absoluta incertidumbre. En su respuesta, «y lo verán», también está implícita la promesa de que si recorren el camino junto a Él llegarán al lugar deseado, verán y encontrarán lo que estaban buscando.

Ciertamente esta invitación es sugerente, sobre todo porque la persona que invita es fascinante. Es sugerente también porque es la invitación que nos hace a todos nosotros.

Por ello, si ponemos estos elementos juntos pienso, que si se trata de seguir un camino en la vida y recorrerlo día a día, el camino más interesante y seguro es:

- Aquel que el que el Señor Jesús invite a recorrer
- En donde está asegurada su compañía todo momento
- En el que Él nos reúne junto a otros peregrinos de la misma ruta
- En el que nos vamos encontrando más con Él a cada paso
- En el que también nos vamos encontrando más entre nosotros en torno a Él
- En el que Él nos asegura el buen final de la aventura
- Y, lo más valioso, en el que Él define la ruta a seguir: «yo soy el Camino»… la ruta más fascinante que puede existir.

Monday, April 16, 2012

Jesús y los niños (y sus mamás)

En un artículo anterior (ver acá) mencioné que en los Evangelios había quién cuente de la alegría de Jesús. Esta vez nos lo contarán los niños y sus mamás, aunque ellas no son mencionadas explícitamente.

Nunca sabremos qué sentía Jesús por todos esos niños inocentes que Herodes mandó asesinar tratando de matarlo a Él. Tampoco sabremos cuántos fueron, pero bastaba uno. Debió ser uno más de los dolores que llevó sobre sí en la Cruz.

Pero sí sabemos de su relación con los niños una vez iniciada su vida pública: le llevaban a los niños pequeños, los niños se le acercaban, Él los bendecía, los abrazaba e imponía las manos y rezaba con ellos. Mateo, Marcos y Lucas dan cuenta de ello.

Por estos Evangelistas también sabemos que, quizá por el número y el alboroto que hacían y porque no dejaban tranquilo a Jesús, los discípulos los reprendían y trataban de impedir que se acerquen a Él. Pero Jesús reclamó y les dijo que dejen a los niños acercarse a Él libremente.

Todos conocemos a los niños. Los niños, sobre todo los más pequeñitos a los que se refiere San Lucas, no se acercarían jamás a un hombre huraño, seco y enojoso. Pienso que se acercaban a Jesús porque era un hombre alegre y les transmitía felicidad, seguridad y confianza. No hay mayor confianza para un niño, al acercarse a un hombre adulto desconocido, que la alegría sincera comunicada en el lenguaje universal de la sonrisa y el brillo auténtico en la mirada. Jesús seguramente también sabía hablarles en su lenguaje infantil, sencillo y lúdico. Los niños del Evangelio son, pues, quizá los más grandes testigos de la alegría de Jesús.

Pero hay más. Con mucha delicadeza la Escritura cuenta que «le traían» los niños. ¿Quién se los traía?, nos preguntamos. Los Evangelistas no lo mencionan, pero la respuesta más natural sería que, al menos en la mayoría de los casos, eran sus propias mamás quien llevaban a Jesús sus niños.

Las madres siempre saben muy bien qué están haciendo sus hijos, sobre todo si son pequeños. Ninguna mamá llevaría o dejaría a su hijo pequeño estar junto a un personaje que no le inspire la más absoluta confianza. El genio femenino, más aún, el maternal, sabe bien escudriñar los corazones y las intenciones de los demás cuando ponen su preciado tesoro en brazos de alguien. Estas mamás confiaban en Jesús. Su intuición femenina confirmaba en su corazón que Jesús era un hombre bueno y no sería osado pensar que ello lo percibían en su mirada amable y su rostro alegre. Confiaban en que sus hijos no se asustarían y que, al contrario, estarían a gusto con Él, riendo, jugando, rezando y recibiendo la bendición.

Toda mamá tiene también un bello y maternal orgullo por sus hijos. Qué diálogos más hermosos habrá habido entre el Señor Jesús y las madres. Ellas, mostrando y presentándoles a sus hijos e implorando su bendición sobre ellos. Él, viendo en los niños el modelo del corazón capaz de entrar en el Reino de los Cielos (Mt 19,14) y de quienes son capaces de entender los misterios revelados por el Padre (Mt 11,25).

Por todo esto, me atrevo a pensar que las madres de estos niños, aún sin aparecer mencionadas en la Escritura, son testigos silenciosas de la alegría de Jesús. Un testimonio silente pero elocuente.